Este trabajo tiene por objeto tratar de responder a una pregunta fundamental. En vísperas del siglo XXI, y considerando las formidables transformaciones experimentadas por las sociedades capitalistas desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial y la casi completa desaparición de los así llamados “socialismos realmente existentes”: ¿tiene el marxismo algo que ofrecer a la filosofía política?
Este interrogante, claro está, supone una primer delimitación de un campo teórico que se construye a partir de una certeza: que pese a todos estos cambios, el marxismo tiene todavía mucho por decir, y de que su luz aún puede iluminar algunas de las cuestiones más importantes de nuestro tiempo. Con fina ironía recordaba Eric Hobsbawm en la sesión inaugural del Encuentro Internacional conmemorativo del 150o aniversario de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista, reunido en París en Mayo de 1998, que las lúgubres dudas suscitadas por la salud del marxismo entre los intelectuales progresistas no se correspondían con los diagnósticos que sobre éste tenía la burguesía. Hobsbawm comentaba que en ocasión del citado aniversario el Times Literary Supplement , dirigido por uno de los principales asesores de la ex dama de hierro Margaret Thatcher, le dedicó a Marx su nota de tapa con una foto y una leyenda que decía “Not dead yet” (todavía no está muerto) . Del otro lado del Atlántico, desde Los Angeles Times hasta el New York Times tuvieron gestos similares. Y la revista New Yorker – “un semanario inteligente pero poco apasionado por la revolución social”, acotaba burlonamente Hobsbawm –culminaba su cobertura del sesquicentenario del Manifiesto con una pregunta inquietante: “¿No será Marx el pensador del siglo XXI?” Huelga aclarar que esta reafirmación de la vigencia del marxismo se apoya ante todo y principalmente en argumentos mucho más sólidos y de naturaleza filosófica, económica y política, los cuales por supuesto no pasaron desapercibidos para Hobsbawm, y no viene al caso introducir aquí. Sin embargo, el historiador inglés quería señalar la paradoja de que mientras algunas de las mentes más fértiles (aunque confundidas) de nuestra época se desviven por hallar nuevas evidencias de la muerte del marxismo con un entusiasmo similar al que exhibían los antiguos teólogos de la cristiandad en su búsqueda de renovadas pruebas de la existencia de Dios, el certero instinto de los “perros guardianes” de la burguesía revelaba, en cambio, que el más grande intelectual de sus enemigos de clase seguía conservando muy buena salud.
Dicho esto, es preciso señalar con la misma claridad los límites con que tropieza esta reafirmación del marxismo: si bien éste es concebido como un saber viviente, necesario e imprescindible para acceder al conocimiento de la estructura fundamental y las leyes de movimiento de la sociedad capitalista, no puede desprenderse de lo anterior la absurda pretensión – airadamente reclamada por el vulgomarxismo – de que aquél contiene en su seno la totalidad de conceptos, categorías e instrumentos teóricos y metodológicos suficientes como para dar cuenta integralmente de la realidad contemporánea. Sin el marxismo, o de espaldas al marxismo, no podemos adecuadamente interpretar, y mucho menos cambiar, el mundo. El problema es que sólo con el marxismo no basta. Es necesario pero no suficiente. La omnipotencia teórica es mala consejera, y termina en el despeñadero del dogmatismo, el sectarismo y la esterilidad práctica de la teoría como instrumento de transformación social.
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